No importa qué hayamos logrado u
obtenido en la vida. Si no tenemos la santidad, hemos perdido lo fundamental.
Para desarrollar el tema de la santidad el autor parte del imperativo de Pablo
en Colosenses 3 de «desvestirse» y «vestirse».
Tratar el tema de la santidad es como
caminar por un campo minado: debe hacerse con mucha cautela. Pues, al tocar el
tema, nos acercamos a uno de los nervios principales y más sensibles del cuerpo
cristiano.
La Biblia dice en 1 Pedro 1:16 «Sean
ustedes santos, porque yo soy santo.» No es una «sugerencia», y no hay
alternativa. Dios demanda nuestra santidad. Y para acentuar la importancia que
tiene la santidad en nuestra vida, el autor de Hebreos afirma categóricamente:
«Pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor.» (Hebreos 12.14)
Este último versículo debe encender una
luz roja de advertencia en nuestra mente, mi pregunta es ¿Por qué no lo hace?.
Sin ninguna duda los temas de
actualidad en nuestras iglesias son importantes: la alabanza, la evangelización,
el estudio, la liberación, la oración, etcétera. Pero a pesar de la importancia
de los muchos temas que manejamos, la realidad es que «sin la santidad, nadie
podrá ver a Dios». Si descuidamos esta dimensión de la vida cristiana, ninguna
de las otras tiene valor.
CINCO ACLARACIONES DE LA SANTIDAD
Desde el inicio del desarrollo de este
tema, es necesario hacer varias aclaraciones.
1.
Somos santos, pero no lo somos.
Es decir, la Biblia dice que ya somos
santos, sin embargo, también deja claro que todavía no lo somos en su sentido
pleno.
El significado principal de la palabra
«santo» es simplemente «separado». Una cosa o persona «santa» es aquella que ha
sido separada para Dios. El cristiano es «santo» porque ya no es «hijo de
Satanás» sino hijo de Dios. Ha sido apartado de la «humanidad» para participar
en un reino diferente, para participar en y con un pueblo diferente. Es por
esta razón que Pablo llama «santos» a «todos los que en cualquier lugar invocan
el nombre de nuestro Señor Jesucristo.» (1 Co 1.2) Si soy de Cristo, soy santo.
Pero ser santo como Dios es santo es
otro tema. Ya no está hablando de nuestra posición en Cristo, sino de nuestra
calidad de vida. Uno puede ser hijo de Dios, pero, aun así, puede estar
siguiendo un estilo de vida que está lejos de ser santo. Seguramente todos
conocemos a muchos hermanos que son capaces, inteligentes y conocedores de la
Palabra. Pero también, seguramente, hemos de conocer a pocos santos.
2.
La santificación no es un evento, es un proceso.
Es tentador pensar que la conversión, u
otra experiencia cristiana, incluyera la santificación como un hecho acabado
definitivamente. Pero, es una ilusión.
Siempre ha habido quienes piensen que
esto sí es posible, especialmente en el siglo pasado. El planteamiento de esta
gente es que un cristiano puede experimentar una «consagración», un «bautismo»,
una «unción» u otra clase de experiencia que lo deja libre de pecado.
Pero el apóstol Juan enseña que esta
pretensión es mentira. La persona que piensa que ha superado al pecado se
engaña a sí misma (1 Juan 1.8 “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos
a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros). Una buena parte del Nuevo
Testamento es exhortación a apartar de nuestra vida ciertas actitudes y
prácticas, y a agregar a ella otras.
3.
La santificación es inalcanzable.
Una multitud frente al trono de Dios en
el cielo nos afirma la verdad: «Pues solamente tú eres santo» (Apocalipsis
15.4). Toda santidad humana o angélica es una pálida reflexión de la santidad
de Dios. Al lado de él todo blanco parece gris y toda luz, amarillenta.
La persona que piensa que ya ha
alcanzado la santidad simplemente tiene un dios enano. Al contrario, nuestra
actitud debe ser igual a la de Pablo cuando dijo: «No quiero decir que ya lo
haya conseguido todo, ni que ya sea perfecto; pero sigo adelante con la
esperanza de alcanzarlo.» (Filipenses 3.13)
Felizmente, nuestro Dios es muy grande,
así que siempre estaremos lejos de ser como él, y siempre tendremos abundante
espacio para crecer.
4.
La santidad no es para una minoría elegida.
A veces pensamos que es para personas
como la madre Teresa de Calcuta, o Billy Graham, y con eso, nos disculpamos.
Pero la exhortación está dirigida a toda la iglesia: «Porque ya sabéis qué
instrucciones os dimos por el Señor Jesús; pues la voluntad de Dios es vuestra
santificación.» (1 Tesalonicenses 4.2,3)
La voluntad de Dios para nosotros no es
que seamos felices, ni «realizados», ni prósperos, sino santos. No importa
cuánto éxito tengamos en la vida y en la iglesia, si perdemos en este aspecto,
a los ojos de Dios, habremos fallado en lo principal.
5.
La santificación nada tiene que ver con aislarse del mundo.
Tal como el pecado tiene sus raíces
profundas dentro de nosotros (Mr 7.20-23), así también la santidad se genera
desde muy adentro. Afecta nuestras actitudes y conducta, pero trasciende a
ellas. En términos bíblicos, tiene que ver con el «corazón», con ese núcleo muy
interno que controla todo lo que somos.
La santidad nada tiene que ver con las
circunstancias que nos rodean. Una persona puede ser santa en el negocio, aula
o cocina. Pero a la vez puede ser un diablo en el monasterio, la iglesia.
El Señor Jesús es el mejor ejemplo de
esto. Lo criticaron porque no se apartó de los pecadores; peor, frecuentaba los
lugares «mundanos». La gente religiosa lo condenó fuertamente por esa causa (Lc
7.34).
Pero sabemos bien que la gente y los
lugares «mundanos» no contaminaron de ninguna manera al Señor.
SER Y NO SER:
¿Cómo
llegamos a la santidad? Pues, en la práctica, es como una
moneda, tiene dos caras. Por un lado, las Escrituras nos exhortan a ser, pero
por el otro, nos instan a no ser. O, para utilizar la figura de Pablo en
Colosenses, es «desvestirnos» de una forma de vida y «vestirnos» de otra (Colosenses
3).
Ser santo es «sencillamente» ser más
parecido a Dios. Nada tiene que ver con conocimiento, capacidad, dones,
carismas, etcétera. Todos estos aspectos son importantes, pero ninguno es
necesariamente evidencia de la santidad. Porque la santidad nada tiene que ver
con presencia, sino con esencia. No tiene que ver con apariencia o
características personales, sino con lo más profundo del ser humano.
Insisto en esto, porque es tan fácil
confundir la imagen con la realidad. Hoy día la industria cinematográfica puede
producir imágenes que, aparentemente, no distan de ninguna manera de la
realidad. Nos convencen totalmente. Sin embargo, son imágenes, apariencias.
El problema es que lo mismo puede
fácilmente ocurrir en la iglesia. Aprendemos a representar excelentemente el
«papel» de buen creyente. Sabemos cómo vestirnos, cómo cantar y orar, cómo
relacionarnos con los demás hermanos. Son aspectos sociales y visibles de la
vida cristiana que aprendemos, esencialmente, por imitación.
Pero el verdadero peligro se presenta
cuando confundimos estos buenos hábitos evangélicos con la espiritualidad.
Lamentablemente, uno no se hace santo simplemente porque ha aprendido a
ajustarse convenientemente al molde que suponemos es la santidad.
Pero la moneda tiene otra cara, «no
ser». La mayoría de nosotros no somos santos porque mantenemos factores en
nuestra vida que lo impiden. Por esta misma razón las Escrituras abundan en
exhortaciones a evitar, poner de lado, huir, despojarse, rechazar, etcétera.
No hay un camino mágico hacia la
santidad. No se basa simplemente en una decisión o una experiencia. El santo se
forja en medio de la lucha, y muy a menudo a través del sufrimiento. Es aquella
persona que elige el camino estrecho, que nada contra la corriente.
El enclave principal de la lucha se
llama «pureza».
La conclusión es sencilla: nunca
podremos medirnos teniendo como referencia a otras personas. Es despreciable y
peligroso pensar «no soy tan santo como Fulano, pero felizmente estoy mejor que
Mengano». Pablo habla de los que «cometen una tontería al medirse con su propia
medida y al compararse unos con otros.» (2 Corintios 10.12)
En la práctica, tenemos que mirar en
dos direcciones. Hacia adelante, para fijarnos en el modelo que tenemos, el
Señor Jesucristo; solamente podemos compararnos con él. Pero a la vez, debemos
mirar hacia atrás con frecuencia y preguntarnos: «¿Estoy avanzando en el
camino? ¿Soy igual hoy que hace seis meses, un año, dos años?» Lo importante no
es dónde estemos en el camino hacia la santidad, sino cuánto hemos avanzado.
En esta lucha para lograr la santidad,
nos daremos cuenta que es mucho más que «evitar» o «resistir» el pecado. El
santo odia el pecado
(Proverbios 8.13 “El temor de Jehová es
aborrecer el mal…” ; Amos 5.15 “Aborreced el mal, y amad el bien, y estableced
la justicia en juicio…” Romanos 12.9 “El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo
malo, seguid lo bueno”).
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